Improvisar es lo que tiene. Unas veces sale bien y otras regular. En Navidad, nos asaltó la necesidad imperiosa de hacer una escapada y unos días antes de que llegaran los Reyes Magos, decidimos visitar Toro, en Zamora. Fueron tres días de vino (bueno), románico (poco) y frío (mucho) por tierras de la Meseta castellana.
La localidad vallisoletana de Urueña fue la primera parada, y también la primera pequeña decepción. Espacios como el Museo del Cuento, el Centro e-Lea Miguel Cervantes o la Fundación Joaquín Díaz, que conserva el legado del músico y folclorista, estaban cerrados a cal y canto el día de Reyes, así que no fue posible visitarlos.
Con todo, Urueña es un lugar con encanto para cualquier amante de los libros, como es mi caso. Nos recibió con hielo en los pozos avanzada la mañana, pero el sol que resplandecía, la belleza del pueblo y un par de paradas en las librerías nos calentaron el cuerpo y el alma.
Urueña es la única Villa del Libro española. Designada así en 2017 siguiendo el ejemplo de otras localidades europeas como Hay-on-Wye (Gales), Montolieu (Francia) o Montereggio (Italia), el nexo que las une es la dinamización económica, cultural y turística a partir de la recuperación de espacios públicos como lugares de compraventa de libros o de difusión de la literatura. Lo que hace incomprensible que en un fin de semana largo como fue el la festividad de Reyes, esos espacios públicos y muchas de las librerías estuvieran cerradas.
Urueña en sí es un precioso pueblo medieval de sólo 200 habitantes que fue declarado conjunto histórico-artístico en 1975. Sus bien conservadas murallas ofrecen unas vistas espléndidas sobre la gran planicie de la comarca natural de Tierra de Campos, y sus tapices ocres y verdes.
La esplendorosa luz de la mañana nos animó a caminar despacio por sus callejuelas y pudimos detenerlos en las librerías abiertas, como Librería Páramo, que vende libros descatalogados y antiguos, o El Grifilm, también de viejo y especializada en cine.
En Páramo compramos, como cabía esperar, y charlamos con el librero improvisado –un amigo del dueño que le sustituye en ocasiones por placer y para charlar con otros “locos” de los libros-. Nos dio una lección de transformación digital: su negocio no está en la librería física, sino en la venta por internet, pero Páramo no descuida ese punto de contacto que es la conversación cara a cara con los clientes y que permiten lugares como Urueña y sus librerías. También nos contó que de las nueve o diez abiertas en el pueblo, sólo dos viven realmente de la venta de libros… y sobreviven gracias a internet.
Dejamos atrás Urueña, con la sensación ambivalente de aislamiento y conectividad que transmite este pueblo consagrado a los libros, para dirigirnos a Villalpando, donde habíamos reservado alojamiento.
Gracias a nuestra amiga Ana, que nos obsequió con una de esas cajas regalo de alojamiento y spa cuando cumplimos los 50, pudimos elegir la Posada Los Condestables. Un hotelito rural dotado con instalaciones termales absolutamente recomendable, comandado por su dueño Kiko que, en lugar de jubilarse, dirige con mucho tino un hospedaje con todos los detalles que los alojamientos así deben tener.
Una vez hecho el check in y antes de que cayera la noche, pusimos rumbo a la Granja de Moreruela, ya en Zamora, donde nos aguardaba entre sombras una de las maravillosas sorpresas de este viaje: el monasterio cisterciense de Santa María de Moreruela. (Gracias también a Ana, que estudió Historia del Arte en Salamanca y conoce todos los tesoros histórico-artísticos de la zona, por su recomendación).
Llegamos poco antes de que anocheciera y, aunque el monasterio está cerrado por obras, pudimos verlo desde el exterior, a una hora en que las sombras proyectan una luz mágica sobre las ruinas. Las imágenes transmiten mejor que las palabras el embrujo del lugar, salvo si son de Unamuno, claro está.
¡Qué majestad la de aquella columnata de la girola que abre hoy al sol, al viento, y a las lluvias! ¡Qué encanto el de aquel ábside! ¡Y qué inmensa melancolía la de aquella nave tupida hoy de escombros sobre que brota la verde maleza!”
Recuerdo de la Granja de Moreruela, Miguel de Unamuno
Allí vimos anochecer y después regresamos a Villalpando, donde recuperamos fuerzas en los bares de su plaza mayor, al calor de un buen vino de Toro y unas tapitas de queso zamorano. ¿Se puede pedir más?
Por la mañana, Kiko nos advirtió pero no le prestamos atención: “Toro estará muerto, mejor id a Zamora”. Así que, haciendo caso omiso a sus consejos, nos pusimos rumbo a la ciudad que fuera un centro de poder político, religioso y militar.
Al llegar, Toro estaba envuelta en una espesa niebla y un frío intenso. Pero lo que realmente nos dejó helados fue descubrir cerrados la oficina de turismo (era sábado de un fin de semana largo), y prácticamente todas las iglesias románicas y otros monumentos de interés.
Pese a todo, no nos arredramos y emprendimos un largo paseo por la villa (salpicado por varias visitas a cafeterías para recuperarnos de la baja temperatura), que, todo hay que decirlo, ofrecía un encanto especial envuelta en los jirones de la niebla.
Recorrimos a pie los exteriores de la Colegiata, el Alcázar, la plaza mayor, los edificios renacentistas, la plaza de toros… Hicimos un alto en el monasterio de Sancti Spiritus, también clausurado para las visitas, pero no para adquirir sus famosos dulces monacales (otra inestimable recomendación de Ana). No pudimos ver el sepulcro de alabastro de la reina Beatriz de Portugal (Ana dijo que no debíamos perdérnoslo), pero sí llevarnos un par de cajas de galletas de nata y bocaditos de Ángel para olvidarnos del mal sabor de boca.
A la una del mediodía teníamos cita para visitar la bodega Valdigal, otro caso de éxito de la era digital en el mundo rural. La elegimos guiados por las excelentes reseñas que leímos en Tripadvisor y porque queríamos ver una cava subterránea tradicional de la zona.
En Toro, casi todas las casas tenían una bodega en el sótano. Según nos contó Leonardo Sánchez, uno de los socios de Valdigal y guía de la visita, existen 200 bodegas inventariadas en la actualidad, pero muchas menos en funcionamiento, porque la mayoría fueron clausuradas por sus dueños. Leonardo y su cuñado Pedro restauraron la suya en 2016, no sin mucho esfuerzo, y allí reciben, fermentan y trasiegan la uva tinta 100% Toro para convertirla en vino tinto y blanco.
Aprendimos mucho sobre la cultura del vino en Toro gracias a los propietarios de Valdigal, que transmiten esa pasión por lo que uno hace tan necesaria cuando emprendes una aventura. Y las ganas de compartirlo con los demás.
Aquellos vinos densos y ásperos, de los que raspan, han dado paso a unos caldos elegantes con merecida fama. Y nos gustó ver cómo se ha recuperado un espacio arquitectónico para su uso original con mucho encanto.
Animados por la cata acompañada de queso y chorizo de la zona, dejamos Valdigal pasadas las tres de la tarde. En la Plaza Mayor completamos el avituallamiento con unas tapas regadas con vino de Toro en La Esquina de Colás, donde insistimos con el queso zamorano. Aunque este restaurante no se queda en lo tradicional, nosotros apostamos por viandas clásicas y no salimos defraudados.
La niebla despejó para la sobremesa, lo que nos permitió contemplar el Duero desde el mirador en la trasera de la Colegiata. Aunque Toro no estaba muerto del todo, como nos alertó nuestro posadero Kiko, sí languidecía en esa tarde de invierno navideño, así que lo dejamos atrás para dar un buen paseo de tarde por el centro de Zamora, como hacen muchos de sus propios habitantes.
Como parecía que los hados no nos acompañan en dirección a Toro, volvimos a improvisar y cambiamos de dirección: el domingo por la mañana iniciamos regreso hacia Bilbao siguiendo la ruta del Canal de Castilla, otra maravilla del patrimonio histórico y una joya de la ingeniería que hoy conserva un encanto muy especial.
En plena Ilustración (s. XVIII) el marqués de la Ensenada, poderoso ministro de Fernando VI, lleva a término con determinación la idea de construir un canal navegable que permitiera a Castilla y a León sacar por barco, hasta el puerto de Santander, los excedentes de cereales y otras mercancías que la precaria red de caminos impedía comercializar.
La obra no se terminó y hoy, ya en desuso para su objetivo original y Bien de Interés Cultural desde 1991, es uno de los parajes más singulares de la región castellana. Un lugar para el disfrute de paseantes, ciclistas y amantes del patrimonio histórico industrial que también pueden seguir a tramos su recorrido por carretera.
La primera parada fue en Medina de Rioseco, a pocos kilómetros de Villalpando y donde termina el denominado ramal de Tierra de Campos, con su enorme dársena, las antiguas naves y la imponente mole de la fábrica de harinas de San Antonio, hoy convertida en museo.
De allí, la carretera nos llevó a la séptima esclusa, cerca de Tamariz de Campos, donde las aguas del canal describen un giro de 90 grados junto a los restos de otro molino con cinco pisos de altura.
Nosotros dimos nuestro propio giro para tomar la carretera que nos llevaría a Palencia y de allí a Bilbao, después de tres días fríos por tierras castellanas. No hubo todo el románico apetecido, pero sí un sol resplandeciente, la belleza austera del paisaje castellano, el relax de nuestro hotelito y algún que otro vino de Toro que nos dieron fuerzas para aguantar hasta nuestra próxima salida. ¡Que sea pronto, frío invierno!